Viejo viento blanco de Rubén Eduardo Gómez
Estos poemas construyen un campo de batalla donde los ojos son el filo que se empuña. Ése allí, frente a la sombra de sí mismo, el cuerpo trastocado, no está dispuesto a huir del deseo feroz que le sostiene la mirada.
De la memoria de lo roto, toma el canto. Y vuelve a nombrar eso que el viento borra.
Vuela, baila sobre el tajo de la pérdida. Cava la espalda de lo que estaba escrito y ruge. Acorralado por la lengua impiadosa, la extravía, para decir lo que no puede.
Sobre la tierra baldía y horadada, planta bandera. Desde el llanto, labra un paisaje con el signo de lo que amó.
Se mide con la vida y la muerte. Renace, de la desgarradura del silencio. Arde. Y en el arder, hay un fruto que la boca busca empecinada.
No hay exilio que pueda con su ansia. Le arranca al viento la lengua que era suya.
Persigue entre los versos, la amenaza de la herida. Sangra, de lo que está vivo.
Aquí, la palabra también es un cuchillo. Y relumbra.
Inés Manzano